El jardinero y la muerte

 

“Ya no servimos. Cerramos la terraza en cinco,” le dijo el camarero al hombre que tenía un reloj en cada muñeca. El hombre, que hasta este momento había parecido algo tenso, se relajó. Era su tiempo preferido del día, cuando cerraban las terrazas mientras que la gente que recién iba llegando aún no lo sabía. El camarero volvió adentro y llegó una pareja joven. Se sentaron a una mesa cercana, la chica se quitó la chaqueta y el chico se conectó al Wi-Fi. El chico miraba interesado su Instagram ignorando por completo a la chica que tenía a su lado. El hombre que tenía un reloj en cada muñeca interrumpió el silencio: “Disculpa, ya han cerrado la terraza. No sirven más.” La pareja se lo agradeció y desapareció. Sacó un pequeño cuaderno del bolsillo y se fijó en cada reloj con una seriedad que estaba fuera de lugar en la plaza vibrante. Abrió el cuaderno, que tenía las páginas divididas en dos columnas y apuntó +3’ en la de la izquierda. Era la cantidad de minutos que le había ahorrado a la pareja por avisar sobre la inutilidad de su paciencia. La cifra salió de unos cálculos bien pensados, incluso teniendo en cuenta la velocidad del camarero. Cerró el cuaderno, tocó el reloj con un cariño que jamás sería capaz de sentir por un ser humano y se sentía feliz. Se sentía feliz por los tres minutos que acabaron de añadirse a la separación entre el ahora y su muerte.

Durante los dos últimos años, su madre había pasado más tiempo entre las paredes frías del hospital que fuera. Había sido una corriente incesante de bocas formando palabras que él no entendía en un volumen ridículamente bajo, comida que apenas merecía esta denominación y horas incómodas en un sillón, fingiendo no oír los gases producidos por su madre en el estado relajado y desafortunado del sueño. Hoy fue a visitarla. La cara antes apagada de la anciana se encendió cuando sus ojos ahogados en la piel flexible vieron entrar a su único hijo. Empezó a hablarle, del tiempo, de la nueva enfermera que no le caía bien y de la falta que sufrió el hijo de compañía femenina que no fuese materna. Él no la estaba escuchando; tenía los ojos fijados en el reloj enorme, encima de la puerta. De repente se acercó a su madre para acariciarle el poco pelo que le quedaba en un gesto escaso de cariño. Al acercarse fingió tropezar sobre un objeto invisible en el suelo y su mano apretó el botón rojo en el intento de romper la caída. “Ay, tendré que avisar a la enfermera que lo apreté por accidente.” Fueron sus primeras palabras de la visita. Enseguida salió corriendo hacia el Control de Enfermería. Dejó de correr cuando la veía salir y trataba de apaciguar su respiración al decir: “Señora, disculpe, mi madre ha apretado el botón por accidente. Habitación 342. Quería avisarle para que no se pierda el tiempo.” Volvió a la habitación a la velocidad estimada de la enfermera bien gorda y anotó +0’28” en su cuaderno, mientras que su madre le contaba una historia aburrida sobre un pájaro que la venía a visitar en la ventana todos los días.

Cuando llegó a casa, se puso a buscar una prostituta en Internet. No le importaba el color del pelo, ni la cantidad de grasa que separaba los pezones de las costillas, ni si estaba dispuesta a chupársela sin condón. Sus ojos obsesionados solo escaneaban las reseñas de otros clientes en búsqueda de la palabra ‘puntualidad’. Al final eligió una que tenía cuatro menciones explícitas de su puntualidad y la reservó para la tarde siguiente. Apagó el ordenador y se puso en su escritorio con los cuadernos llenos de números y dibujos de relojes que venían en todas las formas y colores.

Media hora antes de que llegara la prostituta, se desnudó por completo y se puso a ver porno con una mano en el lugar esperado. Dejó que el orgasmo se acercara hasta casi no poder contenerlo pero cada vez, retiraba la mano. Por fin, sonó el timbre. Corrió hacia la puerta, la abrió y no notó la cara de asombro profundo de la chica. Ya estaba acostumbrada a algunas rarezas sexuales y tampoco fue la primera vez que ya tenían el pene erecto y venoso en la mano al abrirle la puerta. Lo que sí había causado su estado de estupor, fue la prisa enorme que tenía su cliente. Cuando además le llegó al oído el sonido de agujas en movimiento y vio que las paredes del pasillo estaban llenas de una cantidad inusitada de relojes, pensó en irse sin más. Pero le agarró del brazo delgado ya cubierto de moratones y cerró la puerta. Le dio el billete, le desgarró la ropa barata del cuerpo y enseguida introdujo el pene en el camino transitado de la chica. Se corrió al segundo, con la mirada fijada en una de los relojes en la pared invisible. Apenas le dio tiempo para vestirse. Cerró la puerta y no oía o eligió no oír el sollozo al otro lado. Desapareció en el escritorio y empezó los cálculos: había pagado por dos horas pero solo había ocupado unos cuarenta segundos de este tiempo. Sonrió pensando que había ganado tiempo, que se había alejado el momento temido de su propia desaparición.

Al día siguiente salió de casa más agitado de lo normal – había elaborado otro plan para ahorrar segundos y por eso ahora estaba de camino al supermercado local. Cruzó la calle principal con los ojos fijados en el reloj y la mente ahogada en el pozo profundo del pensamiento. Le atropelló un coche; al chocar con el asfalto, el cristal de ambos relojes se rompió y el hombre dejó de existir.

© Merel Van de Casteele



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