El reflejo del espejo

La pareja abrió su puerta después de que la puerta de la discoteca ya hubiera cerrado. Abrieron la puerta para sus amigos, para las almas que desearan conjurar el final de la noche con los brazos extendidos; abrieron la puerta, al fin, para ellos mismos. La luz de la nevera iluminaba muchas caras distintas y la cerveza y las drogas pasaban de mano en mano. Era un sábado cualquiera, hasta que entró Clara. ‘Me llamo Isa, ¿cómo te llamas? … Eres hermosa, fóllame’. Lo último no lo dijo con palabras. Lo dijo acariciándole la clavícula mientras hacía un comentario sobre su collar, o con un secreto que susurraba suavemente a su oreja, el labio demasiado cerca del lóbulo. Clara sintió el ‘eres hermosa’ reposando en su clavícula y tenía el ‘fóllame’ en su lóbulo como un pendiente expectante. ¿Y él? Él hacía fotos de los invitados, para después. Cuánto más el sol penetraba el salón, cuánta más gente cegada tuvo que enfrentarse al final de la fiesta. Todos se fueron, menos Clara, que había apoyado la cabeza en el hombro de Isa. El deseo disfrazado de cansancio hizo que Isa le propusiera ir a la cama para descansar un rato. El deseo disfrazado de calor hizo que se quitara su camiseta primero y después que Clara se quitara la suya. El deseo, ya sin disfraz alguno, hizo que las bocas se juntaran. Sus manos iban a los lugares donde los labios no tenían tiempo de llegar, hasta que oyeron un click rotundo y seco viniendo de la puerta, donde estaba él, sonriendo detrás de su cámara. Isa ya se había acostumbrado a las sesiones de fotos y apenas se distrajo pero Clara, tímida, escondía su cara en el pelo de Isa, donde dejaba besos. Después de un segundo y de un tercer click, Clara permitió que el cuerpo debajo de sus labios reclamase su atención y tras algunos más, comenzó a olvidarse de que alguien la estaba inmortalizando. Él siguió haciendo fotos. Durante años había coleccionado centenares de fotos de Isa; en color, en blanco y negro, borrosas, enfocadas y en todas las posiciones posibles. Ver a su musa ahora duplicada, duplicó a su vez su inspiración. Cuando los labios de Clara parecían ahítos de la boca de Isa, querían aún saber más. Él iba acercándose lentamente y veía los detalles cada vez con más claridad hasta que Isa le cogió de la mano y la cámara quedó abandonada al lado de la cama.

El sol de la tarde iluminaba la cama. Él estaba durmiendo bocarriba con la cabeza durmiente de Isa en su pecho, quien también tenía una pierna encima de la suya. La cara de Clara reposaba contra la espalda de Isa y tenía el brazo en su cintura desnuda. Isa se levantó a beber agua. Él, ya acostumbrado a la inquietud de su sueño, no se movía. Clara sí. Cuando Isa volvió a la cama con la boca fresca y mojada y volvió a su posición de antes, sintió cómo un beso aterrizaba en su hombro y sintió unas yemas suaves, buscando algo en su muslo. Se giró hacia Clara, y dejó que las yemas encontrasen lo que buscaban. Y así continuaron las dos donde los tres habían parado unas horas antes, en silencio, solamente se oía el sonido invisible de unos dedos que encuentran. Se corrieron, en perfecta simetría y, como si lo hubiesen hecho mil veces, Clara se dio la vuelta después de un último beso y se durmieron abrazándose. Él todavía estaba dormido, con una mano encima de la cámara en el suelo. Clara movió el pie un poco hacia la izquierda, Isa movió el pie un poco hacia la derecha, automáticamente, como en el reflejo de un espejo.

 

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© Merel Van de Casteele



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