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Colección de microrrelatos
Colección de microrrelatos  En la primavera de 2018 vivía en Madrid y todos los lunes iba a un curso de escritura creativa. Cada clase el profesor nos daba una instrucción específica y diez minutos. Estos microrrelatos son una selección de todo lo que he escrito aquellos lunes en Madrid.   *** “¿Hola? ¿Estás ahí?” Silencio. “Bueno, hoy ha tenido un mal día. Andaba muy despistada e intentó peinarse el pelo con un cepillo de dientes.” Sonó una risa débil y triste. Al otro lado de la línea, silencio. “Después volvió a preguntar por él, y cuando le explicaba que hace años murió en un accidente de… Bueno, tú ya sabes. Hermano, ¿me escuchas?”. No hubo respuesta. “De todos modos, creo que es mejor llevarla a una residencia de ancianos donde podrá…”. “Cómo me gustaría que no me llamases.” Colgó. *** Esta tarde las calles eran azules. Caminaba tranquilamente por la ciudad de casas rosas, gente amarilla y un cielo sonoro. Pasó una bicicleta que olía a barra de pan y vio una barra de pan que emitía sonidos de bicicleta. Sentía curiosidad. ¿De qué color estaría la ciudad mañana? *** Hacía calor. Mucha gente, poca ropa. Fue esta tarde que vio la espalda más bonita que había visto y vería en toda su vida. Era una espalda oscura, con unos hombres anchos al límite de la proporción. Los músculos impresionantes se escondieron bajo un tapiz de pelos suaves. Nunca había sentido algo semejante por ningún hombre. “¡Ahora me toca a mí ver la jaula de los gorilas!” le gritó un niño pesado, alejándola así del vidrio sucio, ahí en el zoo de Amberes. *** Odio a mis padres. Mi madre nunca me dio atención ni amor porque desde pequeña quedaba dolorosamente claro que yo sería más guapa que ella. Mi padre me dio demasiada atención y amor por exactamente la misma razón. Mi madre me cortaba el pelo siempre fatal y cuando por la noche lloraba porque no quería ir a la escuela con ese nido de pájaro en la cabeza, a veces venía mi padre a mi cama para consolarme. Pero la mayor causa de mi odio es el nombre que me pusieron. Hanne Calleja. Somos españoles. Nunca he conocido a ningún compatriota que supiese pronunciar mi nombre bien en toda la puta vida. *** El cura cerró los ojos y olía con gusto la mezcla conocida de velas, incienso y culpa humana. Estaba en la iglesia del pueblo con los niños de la escuela que harían la primera comunión la semana siguiente. El ensayo se había acabado y se despidió de los chavales. Como de costumbre, les daba a cada uno un beso paternal en la cabeza. El pelo, que aún no tenía muchos años, era tan suave que le daba ganas de estornudar. El olor de champú de bebé se apostó en su bigote donde con un poco de suerte permanecería hasta la noche, cuando se podría quitar la falda de iglesia y meterse en la cama con una mano debajo de las sábanas y el sabor de cabezas pequeñas todavía en sus labios. *** El hombre vio su propio reflejo en la ventana del metro. Así fue que se dio cuenta de su error: tenía los pantalones y la chaqueta en exactamente el mismo tipo de vaquero. Una de las cervezas que había comprado en el chino se abrió y el líquido empezó a gotear a través de un agujero en la bolsa. Se creó un arroyo amarillo en el vagón del metro. La gente que iba saliendo lo pisó y dejó huellas en todas las estaciones de la línea, huellas de otro fracaso de este hombre mal vestido. © Merel Van de Casteele [...]
El jardinero y la muerte
El jardinero y la muerte  “Ya no servimos. Cerramos la terraza en cinco,” le dijo el camarero al hombre que tenía un reloj en cada muñeca. El hombre, que hasta este momento había parecido algo tenso, se relajó. Era su tiempo preferido del día, cuando cerraban las terrazas mientras que la gente que recién iba llegando aún no lo sabía. El camarero volvió adentro y llegó una pareja joven. Se sentaron a una mesa cercana, la chica se quitó la chaqueta y el chico se conectó al Wi-Fi. El chico miraba interesado su Instagram ignorando por completo a la chica que tenía a su lado. El hombre que tenía un reloj en cada muñeca interrumpió el silencio: “Disculpa, ya han cerrado la terraza. No sirven más.” La pareja se lo agradeció y desapareció. Sacó un pequeño cuaderno del bolsillo y se fijó en cada reloj con una seriedad que estaba fuera de lugar en la plaza vibrante. Abrió el cuaderno, que tenía las páginas divididas en dos columnas y apuntó +3’ en la de la izquierda. Era la cantidad de minutos que le había ahorrado a la pareja por avisar sobre la inutilidad de su paciencia. La cifra salió de unos cálculos bien pensados, incluso teniendo en cuenta la velocidad del camarero. Cerró el cuaderno, tocó el reloj con un cariño que jamás sería capaz de sentir por un ser humano y se sentía feliz. Se sentía feliz por los tres minutos que acabaron de añadirse a la separación entre el ahora y su muerte. Durante los dos últimos años, su madre había pasado más tiempo entre las paredes frías del hospital que fuera. Había sido una corriente incesante de bocas formando palabras que él no entendía en un volumen ridículamente bajo, comida que apenas merecía esta denominación y horas incómodas en un sillón, fingiendo no oír los gases producidos por su madre en el estado relajado y desafortunado del sueño. Hoy fue a visitarla. La cara antes apagada de la anciana se encendió cuando sus ojos ahogados en la piel flexible vieron entrar a su único hijo. Empezó a hablarle, del tiempo, de la nueva enfermera que no le caía bien y de la falta que sufrió el hijo de compañía femenina que no fuese materna. Él no la estaba escuchando; tenía los ojos fijados en el reloj enorme, encima de la puerta. De repente se acercó a su madre para acariciarle el poco pelo que le quedaba en un gesto escaso de cariño. Al acercarse fingió tropezar sobre un objeto invisible en el suelo y su mano apretó el botón rojo en el intento de romper la caída. “Ay, tendré que avisar a la enfermera que lo apreté por accidente.” Fueron sus primeras palabras de la visita. Enseguida salió corriendo hacia el Control de Enfermería. Dejó de correr cuando la veía salir y trataba de apaciguar su respiración al decir: “Señora, disculpe, mi madre ha apretado el botón por accidente. Habitación 342. Quería avisarle para que no se pierda el tiempo.” Volvió a la habitación a la velocidad estimada de la enfermera bien gorda y anotó +0’28” en su cuaderno, mientras que su madre le contaba una historia aburrida sobre un pájaro que la venía a visitar en la ventana todos los días. Cuando llegó a casa, se puso a buscar una prostituta en Internet. No le importaba el color del pelo, ni la cantidad de grasa que separaba los pezones de las costillas, ni si estaba dispuesta a chupársela sin condón. Sus ojos obsesionados solo escaneaban las reseñas de otros clientes en búsqueda de la palabra ‘puntualidad’. Al final eligió una que tenía cuatro menciones explícitas de su puntualidad y la reservó para la tarde siguiente. Apagó el ordenador y se puso en su escritorio con los cuadernos llenos de números y dibujos de relojes que venían en todas las formas y colores. Media hora antes de que llegara la prostituta, se desnudó por completo y se puso a ver porno con una mano en el lugar esperado. Dejó que el orgasmo se acercara hasta casi no poder contenerlo pero cada vez, retiraba la mano. Por fin, sonó el timbre. Corrió hacia la puerta, la abrió y no notó la cara de asombro profundo de la chica. Ya estaba acostumbrada a algunas rarezas sexuales y tampoco fue la primera vez que ya tenían el pene erecto y venoso en la mano al abrirle la puerta. Lo que sí había causado su estado de estupor, fue la prisa enorme que tenía su cliente. Cuando además le llegó al oído el sonido de agujas en movimiento y vio que las paredes del pasillo estaban llenas de una cantidad inusitada de relojes, pensó en irse sin más. Pero le agarró del brazo delgado ya cubierto de moratones y cerró la puerta. Le dio el billete, le desgarró la ropa barata del cuerpo y enseguida introdujo el pene en el camino transitado de la chica. Se corrió al segundo, con la mirada fijada en una de los relojes en la pared invisible. Apenas le dio tiempo para vestirse. Cerró la puerta y no oía o eligió no oír el sollozo al otro lado. Desapareció en el escritorio y empezó los cálculos: había pagado por dos horas pero solo había ocupado unos cuarenta segundos de este tiempo. Sonrió pensando que había ganado tiempo, que se había alejado el momento temido de su propia desaparición. Al día siguiente salió de casa más agitado de lo normal – había elaborado otro plan para ahorrar segundos y por eso ahora estaba de camino al supermercado local. Cruzó la calle principal con los ojos fijados en el reloj y la mente ahogada en el pozo profundo del pensamiento. Le atropelló un coche; al chocar con el asfalto, el cristal de ambos relojes se rompió y el hombre dejó de existir. © Merel Van de Casteele [...]
Diario de una rata
Diario de una rata  Me han pedido que escriba este diario. Normalmente no soy muy de escribir, pero bueno, son solo cinco noches. Han sido muy claros en cuanto a esto: solo tengo que empezar a apuntar cuando dan las ocho hasta medianoche. Como si el resto de mi día no tuviese importancia. Y quizás no la tiene, pero ¿por qué estas cuatro horas sí? En fin, pagan bien y si quieren saber cómo me paso cinco noches, ¿quién soy yo para hacer preguntas?   Primera noche Hoy he quedado con mi novia, Irene. Vamos a cenar y despues quiero ir a su casa y preguntar si quiere casarse conmigo. Estamos juntos desde hace cuanto, cuatro años y pico y dicen que casarse es mejor para los impuestos. Prácticamente ya nos pasamos la vida juntos y sé que me va a decir que sí y todo pero la verdad es que estoy bastante nervioso. La última vez que lo estuve tanto fue cuando volví a ver a Cedric por primera vez en dos años. Ahora tengo que irme, hemos quedado a las nueve. Se ha ido al baño. Entrada: sopa de calabaza. Plato principal: entrecôte. Muy sabroso pero demasiado hecho. Ahora son casi las doce. Fue un desastre total. Me dijo “por qué no eres más romántico” y “no tienes ni una gota de pasión en las venas”. Me dijo que se está follando al mejor amigo de su hermano, y se fue. Estoy llorando. Las lágrimas manchan el papel. Espero que se pueda leer.   Segunda noche Sobre las ocho estaba esperando el bus para ir a casa de mi amigo Lucas. Tocamos en una banda y mañana tenemos nuestro primer concierto, hoy es el último ensayo. Ensayo: bien, mañana va a ser lo mejor. A las 22:45 estaba esperando el bus para ir a casa, pero mi amigo Lucas vive en un barrio un poco chungo y de repente se acercaron cuatro tíos que me robaron la guitarra y el móvil, los muy hijos de puta. Despues de que se fueran, pensando que estarían lo suficientemente lejos, les grité exáctamente eso, pero uno lo oyó y regresó. Me pegó una hostia y cuando empecé a llorar me llamó ‘maricon’ y me metió un dedo por el culo. El cabrón tenía las uñas largas y me di cuenta de que estaba sangrando. Me fui al hospital, nunca se sabe con las heridas, la sangre de desconocidos y el SIDA. Le expliqué a la enfermera lo que había pasado y se echó a reir. El aliento de su risa me atacó la nariz, olía a una mezcla de pedo y paloma muerta. Total, allí tuve que esperar un rato y despues me desinfectaron el culo. Llegué a casa. Me siento violado, por ese dedo de uña larga y por el aliento podrido de la enfermera.   Tercera noche Hoy estoy solo en casa. No me apetece salir. Quiero ver Netflix pero han cortado la conexión, ¿por qué nada nunca funciona en esta casa de mierda? A las 23:30 llega mi madre, Cedric todavía está en el trabajo. Tengo ganas de contarle sobre una chica que conocí ayer. No sé si escribirle o no, así que hablar con mi madre pospone el momento de la decisión. Mientras se lo cuento, noto el moratón en su hombro. Ella ve que lo he visto, rápidamente me pregunta cómo se llama la chica. Creo haberle contestado ‘Irene’ pero no estoy seguro.   Cuarta noche Hoy empiezan las vacaciones. Normalmente a mi madre (a Cedric) no le gusta que mis amigos se queden a dormir en casa, pero hoy mi amigo Lucas sí puede. Jugamos a la Playstation y despues vemos una película de Disney. A las diez mi madre entra para decir que hay que ir a la cama. Estamos en la cama, hablando un rato del nuevo profe que vamos a tener después de las vacaciones y cuando la conversación se acaba, nos abrazamos un poco. Nos acariciamos. Me besó. O le besé yo. Entra Cedric para apagar la luz en mi cuarto y nos ve. Explota. Empieza a gritar y quiero que las ‘maricas’ que oigo sean reales para que tengan alas y se escapen a través de la ventana abierta. Llama a los padres de Lucas y vienen a por él. Cedric me dice que si eso vuelve a pasar, me cortará la polla. No sé lo que es una polla pero espero que Lucas no esté enfadado conmigo y que sigamos siendo amigos en el futuro. Creo que nunca más hablaremos del asunto, pero no sé por qué lo sé.   Quinta noche Estoy intentando recordar lo que he merendado. Solo fue hace tres horas y no me acuerdo. De la comida tampoco. Parece que mi vida solo empieza cuando abro este diario. Lo que pasa antes y despues es vago. O no existe. No sé. Cedric llega a casa, mi madre está cocinando. Arroz con lentejas. Cuando entra en el salón y me ve en el sofá sin hacer nada (él no sabe que estoy cavando en mi memoria para encontrar alguna sugerencia de la merienda de hoy), empieza a gritarme, lo de siempre. Peleamos. Lo de siempre. Mi madre se calla. Lo de siempre. Y de repente le dice a Cedric que me deje en paz. Silencio. ¿Quizás café con leche? La merienda, digo. Después mi padrastro se quedó callado un rato. Mi madre tenía las mejillas enrojecidas, como si hubiese necesitado toda la sangre en su cuerpo alrededor de su boca para poder decirle estas palabras por primera vez en dieciocho años. Comimos en silencio, arroz con lentejas (un poco soso, creo que por la emoción se le olvidó echar sal). Mi madre tenía un brillo en los ojos que no recuerdo haber visto antes, pero yo ni me acuerdo de cuando fui a mear la última vez así que no soy de fiar. Cedric también lo vio, el brillo, que hizo que el pareciera más opaco, más transparente. Cedric no soporta bien ser la mitad más opaca de la pareja. Intentó apagar el brillo con sus puños. Después con la cintura. Mi madre gritó. Lo de siempre. Cojo el plato y se lo echo a la cara. El cristal se rompe. Cojo un trozo de cristal y le corto la cara. Su sangre se mezcla con el aceite de la cena, tiene arroz en la narriz y en las pestañas. Cojo otro trozo de cristal. Lo quiero matar. Quizás lo he matado, puede ser, no estoy seguro. ¿Galletas? ¿Yogur? O quizás hoy no tomé la merienda.   ***   ¿Cree que lo sabe? ¿Que sabe qué? Que está atrapado en un ciclo eterno de las mismas cinco noches. No debería saberlo, no. Pero eso es lo que estamos averiguando con los diarios. A ver si vemos algo de pensamientos confusos o peor: de sospechas. ¿Y sabe que algunos recuerdos no son suyos? La base de cada recuerdo es suya. Solo hemos insertado o modificado algunos detalles. Pobrecito. No tenga compasión, señor. Se matriculó voluntariamente y cuando se acabe, le pagaremos bien. Muy bien. ¿Y cuándo se acaba? ¿Cuándo lo sacarán del ciclo? Es la próxima fase. Pero temo que hayan surgido algunas dificultades con el método inicialmente diseñado. Tengo un equipo que lo está solucionando. Seguiremos intentando. © Merel Van de Casteele [...]
El reflejo del espejo
El reflejo del espejoLa pareja abrió su puerta después de que la puerta de la discoteca ya hubiera cerrado. Abrieron la puerta para sus amigos, para las almas que desearan conjurar el final de la noche con los brazos extendidos; abrieron la puerta, al fin, para ellos mismos. La luz de la nevera iluminaba muchas caras distintas y la cerveza y las drogas pasaban de mano en mano. Era un sábado cualquiera, hasta que entró Clara. ‘Me llamo Isa, ¿cómo te llamas? … Eres hermosa, fóllame’. Lo último no lo dijo con palabras. Lo dijo acariciándole la clavícula mientras hacía un comentario sobre su collar, o con un secreto que susurraba suavemente a su oreja, el labio demasiado cerca del lóbulo. Clara sintió el ‘eres hermosa’ reposando en su clavícula y tenía el ‘fóllame’ en su lóbulo como un pendiente expectante. ¿Y él? Él hacía fotos de los invitados, para después. Cuánto más el sol penetraba el salón, cuánta más gente cegada tuvo que enfrentarse al final de la fiesta. Todos se fueron, menos Clara, que había apoyado la cabeza en el hombro de Isa. El deseo disfrazado de cansancio hizo que Isa le propusiera ir a la cama para descansar un rato. El deseo disfrazado de calor hizo que se quitara su camiseta primero y después que Clara se quitara la suya. El deseo, ya sin disfraz alguno, hizo que las bocas se juntaran. Sus manos iban a los lugares donde los labios no tenían tiempo de llegar, hasta que oyeron un click rotundo y seco viniendo de la puerta, donde estaba él, sonriendo detrás de su cámara. Isa ya se había acostumbrado a las sesiones de fotos y apenas se distrajo pero Clara, tímida, escondía su cara en el pelo de Isa, donde dejaba besos. Después de un segundo y de un tercer click, Clara permitió que el cuerpo debajo de sus labios reclamase su atención y tras algunos más, comenzó a olvidarse de que alguien la estaba inmortalizando. Él siguió haciendo fotos. Durante años había coleccionado centenares de fotos de Isa; en color, en blanco y negro, borrosas, enfocadas y en todas las posiciones posibles. Ver a su musa ahora duplicada, duplicó a su vez su inspiración. Cuando los labios de Clara parecían ahítos de la boca de Isa, querían aún saber más. Él iba acercándose lentamente y veía los detalles cada vez con más claridad hasta que Isa le cogió de la mano y la cámara quedó abandonada al lado de la cama. El sol de la tarde iluminaba la cama. Él estaba durmiendo bocarriba con la cabeza durmiente de Isa en su pecho, quien también tenía una pierna encima de la suya. La cara de Clara reposaba contra la espalda de Isa y tenía el brazo en su cintura desnuda. Isa se levantó a beber agua. Él, ya acostumbrado a la inquietud de su sueño, no se movía. Clara sí. Cuando Isa volvió a la cama con la boca fresca y mojada y volvió a su posición de antes, sintió cómo un beso aterrizaba en su hombro y sintió unas yemas suaves, buscando algo en su muslo. Se giró hacia Clara, y dejó que las yemas encontrasen lo que buscaban. Y así continuaron las dos donde los tres habían parado unas horas antes, en silencio, solamente se oía el sonido invisible de unos dedos que encuentran. Se corrieron, en perfecta simetría y, como si lo hubiesen hecho mil veces, Clara se dio la vuelta después de un último beso y se durmieron abrazándose. Él todavía estaba dormido, con una mano encima de la cámara en el suelo. Clara movió el pie un poco hacia la izquierda, Isa movió el pie un poco hacia la derecha, automáticamente, como en el reflejo de un espejo.   Lees het origineel in het Nederlands hier.  Lee el original holandés aquí. © Merel Van de Casteele [...]