Colección de microrrelatos

 

En la primavera de 2018 vivía en Madrid y todos los lunes iba a un curso de escritura creativa. Cada clase el profesor nos daba una instrucción específica y diez minutos. Estos microrrelatos son una selección de todo lo que he escrito aquellos lunes en Madrid.  

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“¿Hola? ¿Estás ahí?” Silencio. “Bueno, hoy ha tenido un mal día. Andaba muy despistada e intentó peinarse el pelo con un cepillo de dientes.” Sonó una risa débil y triste. Al otro lado de la línea, silencio. “Después volvió a preguntar por él, y cuando le explicaba que hace años murió en un accidente de… Bueno, tú ya sabes. Hermano, ¿me escuchas?”. No hubo respuesta. “De todos modos, creo que es mejor llevarla a una residencia de ancianos donde podrá…”. “Cómo me gustaría que no me llamases.” Colgó.

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Esta tarde las calles eran azules. Caminaba tranquilamente por la ciudad de casas rosas, gente amarilla y un cielo sonoro. Pasó una bicicleta que olía a barra de pan y vio una barra de pan que emitía sonidos de bicicleta. Sentía curiosidad. ¿De qué color estaría la ciudad mañana?

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Hacía calor. Mucha gente, poca ropa. Fue esta tarde que vio la espalda más bonita que había visto y vería en toda su vida. Era una espalda oscura, con unos hombres anchos al límite de la proporción. Los músculos impresionantes se escondieron bajo un tapiz de pelos suaves. Nunca había sentido algo semejante por ningún hombre. “¡Ahora me toca a mí ver la jaula de los gorilas!” le gritó un niño pesado, alejándola así del vidrio sucio, ahí en el zoo de Amberes.

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Odio a mis padres. Mi madre nunca me dio atención ni amor porque desde pequeña quedaba dolorosamente claro que yo sería más guapa que ella. Mi padre me dio demasiada atención y amor por exactamente la misma razón. Mi madre me cortaba el pelo siempre fatal y cuando por la noche lloraba porque no quería ir a la escuela con ese nido de pájaro en la cabeza, a veces venía mi padre a mi cama para consolarme. Pero la mayor causa de mi odio es el nombre que me pusieron. Hanne Calleja. Somos españoles. Nunca he conocido a ningún compatriota que supiese pronunciar mi nombre bien en toda la puta vida.

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El cura cerró los ojos y olía con gusto la mezcla conocida de velas, incienso y culpa humana. Estaba en la iglesia del pueblo con los niños de la escuela que harían la primera comunión la semana siguiente. El ensayo se había acabado y se despidió de los chavales. Como de costumbre, les daba a cada uno un beso paternal en la cabeza. El pelo, que aún no tenía muchos años, era tan suave que le daba ganas de estornudar. El olor de champú de bebé se apostó en su bigote donde con un poco de suerte permanecería hasta la noche, cuando se podría quitar la falda de iglesia y meterse en la cama con una mano debajo de las sábanas y el sabor de cabezas pequeñas todavía en sus labios.

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El hombre vio su propio reflejo en la ventana del metro. Así fue que se dio cuenta de su error: tenía los pantalones y la chaqueta en exactamente el mismo tipo de vaquero. Una de las cervezas que había comprado en el chino se abrió y el líquido empezó a gotear a través de un agujero en la bolsa. Se creó un arroyo amarillo en el vagón del metro. La gente que iba saliendo lo pisó y dejó huellas en todas las estaciones de la línea, huellas de otro fracaso de este hombre mal vestido.

© Merel Van de Casteele



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